lunes, 20 de enero de 2014


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 DOS DUENDES Y DOS DESEOS.
(PEDRO PABLO SACRISTÁN, ADAPTADO)
Hubo una vez, hace muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera el existían el día y la noche, y en la tierra sólo vivían criaturas mágicas y extrañas, dos pequeños duendes que soñaban con saltar tan alto, que pudieran llegar a atrapar las nubes.
Un día, la Gran Hada de los Cielos los descubrió saltando una y otra vez, tratando de atrapar unas ligeras nubes que pasaban a gran velocidad. Tanto le divirtió aquel juego, y tanto se rio, que decidió regalar un don mágico a cada uno.
- ¿Qué es lo que más desearías en la vida? Sólo una cosa, no puedo darte más - preguntó al que parecía más inquieto.
El duende, emocionado por hablar con una de las Grandes Hadas, y ansioso por recibir su deseo, respondió al momento.
- ¡Saltar! ¡Quiero saltar por encima de las montañas! ¡Por encima de las nubes y el viento, y más allá del sol!
- ¿Seguro? ¿No quieres ninguna otra cosa?
El duendecillo, impaciente, contó los años que había pasado soñando con aquel don, y aseguró que nada podría hacerle más feliz. El Hada, convencida, sopló sobre el duende y, al instante, éste saltó tan alto que en unos momentos atravesó las nubes, luego siguió hacia el sol, y finalmente dejaron de verlo camino de las estrellas.
El Hada, entoces, se dirigió al otro duende.
- ¿Y tú?, ¿qué es lo que más quieres?
El segundo duende, de aspecto algo más tranquilo que el primero, se quedó pensativo. Miró al cielo, miró al suelo, volvió a mirar al cielo, se tapó los ojos, se acercó una mano a la oreja, volvió a mirar al suelo, puso un gesto triste, y finalmente respondió:
- Quiero poder atrapar cualquier cosa, sobre todo para sujetar a mi amigo. Se va a matar del golpe cuando caiga.
En ese momento, comenzaron a oír un ruido, como un gritito en la lejanía, que se fue acercando y acercando, sonando cada vez más alto, hasta que pudieron distinguir claramente la cara horrorizada del primer duende ante lo que iba a ser el tortazo más grande de la historia. Pero el hada sopló sobre el segundo duende, y éste pudo atraparlo y salvarle la vida.
Con el corazón casi fuera del pecho y los ojos llenos de lágrimas, el primer duende lamentó haber sido tan impulsivo, y abrazó a su buen amigo, quien por haber pensado un poco antes de pedir su propio deseo, se vio obligado a malgastarlo con él. Y agradecido por su generosidad, el duende saltarín se ofreció a intercambiar los dones. Pero el segundo duende que sabía cuánto deseaba su amigo aquel don, decidió que lo compartirían por turnos. Así, sucesivamente, uno saltaría y el otro tendría que atraparlo, y ambos serían igual de felices.
El hada, conmovida por la amistad de los dos duendes, regaló a cada uno los más bellos objetos que decoraban sus cielos: el sol y la luna. Desde entonces, el duende que recibió el sol salta feliz cada mañana, luciendo ante el mundo su regalo. Y cuando tras todo un día cae a tierra, su amigo evita el golpe, y se prepara para dar su salto, en el que mostrará orgulloso la luz de la luna durante toda la noche.
LAS TRES HIJAS.
(Natha Caputo. Adaptado)


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 Esto era una vez una mujer que tenía tres hijas. La mujer se esforzaba mucho durante todo el día para poder darles de comer y vestir por que era pobre y estaba sola en el mundo.
Las tres pequeñas crecieron y se convirtiron en tres jovencitas alegres y bellas. Las tres se fueron casando una tras otra y se marcharon con sus maridos.
Pasaron los años y la pobre mujer se hizo muy viejecita hasta que un día cayó muy enferma. Quería volver a ver a sus tres hijas y así mandó en su busca a su buena amiga la pequeña ardilla roja.
-Ardillita, amiga, diles que vengan pronto, que me encuentro muy mal.
La ardilla salió corriendo y llegó a casa de la mayor de las hijas que estaba fregando dos barreños, dale que te friego, venga a limpiar. Al enterarse de la mala noticia, esto se le ocurrió:
-Oh, qué pena, iría ahora mismo pero es que tengo que fregar estos dos barreños que están muy sucios. Mira qué sucios están.
-¿De verdad que tienes que fregar estos barreños antes que nada? -dijo la ardillita-. Muy bien, querida que sepas que no te separarás nunca de ellos.
Y, de repente, los dos barreños saltaron del fregadero y fueron a colocarse, uno sobre la espalda y el otro sobre la barriga de la hija, quedando atrapada como si fuera una concha. Parecía una tortuga andando a cuatro patas... Una torpe y lenta tortuga con cara, brazos y piernas de mujer.
Luego la ardillita roja corrió y corrió hasta la casa de la otra hija. Ella esta tejiendo una preciosa alfombra con la cara del sol en su telar. Cuando se enteró de la mala noticia, sólo se le ocurrió decir:
-¡Oh, qué pena, qué pena! Iría ahora mismo, pero antes tengo que tejer esta alfombra para venderla en la feria.
-¿De verdad que tienes que tejer una alfombra para venderla en al feria antes que nada? Muy bien, querida, tejerás..., ¡tejerás!, tejerás el resto de tu vida, ¡tejerás para siempre!
En un instante, la hija, se vio convertida en una enorme araña que tejía; sí, que tejía su propia tela, su propia tela de araña.
Y por fin llegó a casa de la tercera hija, pero antes corrió y corrió. Allé estaba ella, amasando harina para hacer una tortas. Y al saber las malas noticias. No dijo nada. Salió corriendo hacia la casa de su madre.
-¡Tú sí que eres una buena hija! -dijo la ardillita-. Darás al mundo dulzura y felicidad. Y todos te cuidarán y amarán: tus hijos, tus nietos y bisnietos.
Y así fue. Ella vivió mucho tiempo, amada y mimada por todo el mundo.
Cuando llegó su hora de morir, se convirtió en una bonita abeja dorada.
Y, desde entonces, durante los largos días de verano, recoge la miel de las flores desde la mañana hasta noche. Y, cuando llega el invierno, duerme apaciblemente en una cálida colmena, y, cuando, se despierta, se alimenta de azúcar y miel.
  El triste sueño del mono.
(Gustavo Roldán. Adaptado. Los sueños del yacaré. Alfaguara).

Narrador: Un día los animales del monte vieron al mono caminar triste. Con la cabeza baja, despacito, moviéndose entre las ramas como sin ganas de nada. Y los animales del monte se preocuparon, porque no hay nada más triste que un mono triste.
Caimán:Don Sapo, ¿qué le ocurre al mono? Pasó cerca de mí y ni me saludó.
Sapo: Yo sé lo que le pasa. Todo empezó el día aquel que usted contó un sueño y después los demás siguieron contando sueños cada vez más locos : que si el mundo era redondo, que si la Tierra giraba al rededor del Sol, que si antes existieron los dinosaurios... En fin, un montón de locuras.
Caimán: ¿Y eso qué tiene que ver con la tristeza del mono?
Sapo: Tiene que ver porque entonces el mono se acordó de un sueño que tuvo. Un sueño terrible que lo dejó triste y amargado.
Caimán: Ya recuerdo:el mono soñó que era pariente de los hombre ¡pero eso era solo un sueño loco!
Sapo: Sí, pero, como en todas las locuras, algo habrá de cierto.
Caimán: No sé en qué se puede parecer un hermoso mono a los hombres.
Sapo: Amigo caimán, usted sabe que yo fui a Buenos Aires. Allí pude conocer a los hombres. Y los conocí muy bien.
Caimán: Sí, sí, lo sé.
Sapo: Pues había algunos hombres que tenían una cara parecida a la del mono. Bueno..., con un poquito de parecido. Pero, eso sí, los hombres son bichos sin cola, sin esa elegante y utilísima cola que tienen los monos.
Caimán: Yo admiro al mono por eso. ¡Me da una envidia cuando lo veo columpiarse en una rama colgado de la cola! ¡A quién no le gustaría tener una cola así!
Sapo: ¡Y esa habilidad para saltar de un árbol a otro!
Caimán: Y esos pelos tan suaves y de tan lindo color. Por lo que usted nos contó, los hombres son totalmente pelados.
Sapo: Sí, sólo tienen un poco de pelo en la cabeza. Dan lástima. Y tienen los brazos cortos, no son como los largos brazos de un mono.
Caimán: Y tienen las orejas pequeñas, no como las hermosas y grandes orejas de un mono. Seguramente, los hombres ni escuchan bien ni entienden las cosas.
Sapo: ¿Y no podríamos ir a contarle todo esto al mono?
Caimán: Amigo sapo, es una idea excelente. Vayamos a ver al mono sin perder un minuto.
Narrador: El piojo, la pulga, el jabalí, el tatú y mil animales más que se habían acercado para escuchar la conversación del sapo y el caimán dijeron:
Todos: Yo también voy.
Narrador: Y ahí fueron. Porque sabían que así, todos juntos, convencerían al monito de que jamás podría ser cierto ese sueño loco de que los hombres son parientes de los monos.