LAS TRES HIJAS.
(Natha Caputo. Adaptado)
Esto era una vez una mujer que tenía tres hijas. La mujer se esforzaba
mucho durante todo el día para poder darles de comer y vestir por que
era pobre y estaba sola en el mundo.
Las
tres pequeñas crecieron y se convirtiron en tres jovencitas alegres y
bellas. Las tres se fueron casando una tras otra y se marcharon con sus
maridos.
Pasaron
los años y la pobre mujer se hizo muy viejecita hasta que un día cayó
muy enferma. Quería volver a ver a sus tres hijas y así mandó en su
busca a su buena amiga la pequeña ardilla roja.
-Ardillita, amiga, diles que vengan pronto, que me encuentro muy mal.
La ardilla salió corriendo y llegó a casa de la mayor de las hijas que
estaba fregando dos barreños, dale que te friego, venga a limpiar. Al
enterarse de la mala noticia, esto se le ocurrió:
-Oh, qué pena, iría ahora mismo pero es que tengo que fregar estos dos barreños que están muy sucios. Mira qué sucios están.
-¿De
verdad que tienes que fregar estos barreños antes que nada? -dijo la
ardillita-. Muy bien, querida que sepas que no te separarás nunca de
ellos.
Y,
de repente, los dos barreños saltaron del fregadero y fueron a
colocarse, uno sobre la espalda y el otro sobre la barriga de la hija,
quedando atrapada como si fuera una concha. Parecía una tortuga andando a
cuatro patas... Una torpe y lenta tortuga con cara, brazos y piernas de
mujer.
Luego
la ardillita roja corrió y corrió hasta la casa de la otra hija. Ella
esta tejiendo una preciosa alfombra con la cara del sol en su telar.
Cuando se enteró de la mala noticia, sólo se le ocurrió decir:
-¡Oh, qué pena, qué pena! Iría ahora mismo, pero antes tengo que tejer esta alfombra para venderla en la feria.
-¿De
verdad que tienes que tejer una alfombra para venderla en al feria
antes que nada? Muy bien, querida, tejerás..., ¡tejerás!, tejerás el
resto de tu vida, ¡tejerás para siempre!
En un instante, la hija, se vio convertida en una enorme araña que tejía; sí, que tejía su propia tela, su propia tela de araña.
Y
por fin llegó a casa de la tercera hija, pero antes corrió y corrió.
Allé estaba ella, amasando harina para hacer una tortas. Y al saber las
malas noticias. No dijo nada. Salió corriendo hacia la casa de su madre.
-¡Tú
sí que eres una buena hija! -dijo la ardillita-. Darás al mundo dulzura
y felicidad. Y todos te cuidarán y amarán: tus hijos, tus nietos y
bisnietos.
Y así fue. Ella vivió mucho tiempo, amada y mimada por todo el mundo.
Cuando llegó su hora de morir, se convirtió en una bonita abeja dorada.
Y,
desde entonces, durante los largos días de verano, recoge la miel de
las flores desde la mañana hasta noche. Y, cuando llega el invierno,
duerme apaciblemente en una cálida colmena, y, cuando, se despierta, se
alimenta de azúcar y miel.
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